lunes, 1 de diciembre de 2008

CUANDO LA RIQUEZA ES UNA TRAGEDIA



DESDE EL CONGO

LOS NUEVOS depredadores son chinos. El mineral más codiciado, el coltan, metal utilísimo en la telefonía móvil. Los negros, como siempre, explotados. CRONICA visita el Congo antes de la llegada de tropas españolas para una difícil misión
JUAN CARLOS DE LA CAL. Enviado especial

Si tiene mucha suerte, el excavador de las minas ilegales de Luissia logrará algo menos de 100 euros por todo un mes de duro y peligroso trabajo. / JOSÉ FERRER
República Democrática del Congo. A menos de dos meses de sus primeras elecciones democráticas, previstas para el 30 de julio de 2006. Joseph, 14 años, delgado como una anchoa, con unos ojos enormes que se distinguen como linternas en la oscuridad de la mina. A su alrededor, montículos de tierra y pequeñas fogatas en las que se cuece alguna infusión. El mismo país, la misma mina, casi el mismo Joseph de 1890, cuando el rey belga Leopoldo II decidió que el Congo sería su coffre fort (caja fuerte).
Los muchachos, niños en muchos casos, son los que se meten en los orificios más estrechos para profundizar la cueva. Los derrumbes son constantes. Aquí murieron diez mineros el mes pasado por esta razón. Y hay muchos más casos que nunca se documentan. CRONICA se adentra en las minas del país con más riqueza de Africa. Condenado a la miseria por el expolio de esa misma riqueza que explotan otros -europeos, estadounidenses, chinos...- amparando gobiernos corruptos, lavando sus lustrosos anagramas con filiales fantasmas. Impidiendo, cuando es necesario, la paz.
La carretera que recorre los 100 kilómetros que separan Lubumbashi, capital del estado congolés de Katanga, del pueblo de Luissia es, probablemente, una de las más ricas de Africa. Por aquí circulan todos los días millones de euros en camiones de seis toneladas, cargados de cobalto, cobre, uranio, casiterita, diamantes y oro, por hablar sólo de los minerales. La vieja pista de asfalto y tierra está siendo renovada, al ritmo africano, eso sí, por empresas de chinos con capital canadiense, que en pocos años pueden convertir los 1.400 kilómetros que hay entre Kasumbalesa, en la frontera con Zambia, y Kolwest, en la de Angola, en una pista rápida. Un panorama ideal para acelerar el saqueo de un país cuya inmensa riqueza en recursos naturales se ha convertido en su gran tragedia.
Los reporteros tuvimos acceso en exclusiva al proceso de depredación que vive el Congo a menos de dos meses de que una simbólica presencia militar española se acerque al país para vigilar las elecciones. Decidimos visitar una antigua mina de cobre y cobalto a cielo abierto, denominada Efagi, en el mismo pueblo de Luissia, abandonada por los empresarios europeos con la independencia del país y hoy explotada artesanalmente por miles de excavadores sin ley ni orden.
A las tres de la tarde, el sol africano en lo más alto, una caravana de hombres sucios y desharrapados arrastran bicicletas cargadas con sacos por una pista de tierra. El peso es brutal (no menos de 200 kilos), muchas ruedas están desinfladas y algunos recorren así distancias de hasta siete kilómetros. Sudorosos, con apenas un poco de pasta de maiz en sus estómagos, los mineros, muchos de ellos adolescentes, llegan a un pequeño recinto vallado donde se construye un edificio.
Un chino, alto y fuerte como pocos, atiende con calma a la fila de excavadores que aguarda impaciente su turno. Está detrás de una enorme báscula que, como si de un trono se tratase, separa los dos mundos que nada ni nadie podrá reconciliar jamás en este continente: el que suda y el que se enriquece con ese sudor. En una mano lleva una calculadora. En la otra, un bolso de mano cargado de dólares.
El negro pone el saco sobre el peso, el chino anota la cantidad en una pequeña libreta, le paga a razón de 150 francos congoleses (tres euros) el kilo y ordena a otro negro que se lo lleve al almacén. Todo limpio, rápido, aséptico. El oriental no transpira. Su ropa caqui no tiene ni una brizna de tierra. Sólo una reducida toalla sobre su cuello indica que hace calor. En la Puerta del Sol de Madrid pasaría como un turista cualquiera. Aquí es un depredador extranjero más en una de las tierras más ricas del mundo.
Los chinos se han convertido en los nuevos colonizadores del Congo. Alrededor de las principales minas de Katanga están levantado plantas procesadoras del mineral a su estilo, sin máquinas, todo a base de manos negras con ladrillos sacados de los antiguos termiteros de tierra tan famosos en la región. Todos los días llegan decenas de familias de este país al aeropuerto internacional de Lubumbashi, donde pasan los controles de inmigración a base de dudosos visados comprados a golpe de dólares. Allí, entre los aviones y helicópteros de las Naciones Unidas y de varias ONG -entre ellas la de Médicos Sin Fronteras de España-, y los helicópteros de carga de las empresas mineras, comienzan una nueva y próspera vida que va a dar mucho que hablar en los próximos años si nadie lo remedia.
En el año 2000, Luissia -que en lengua Kilamba significa levántate- era apenas un poblado de 100 habitantes. Fue la época en la que floreció, en las afueras de la aldea, una colosal obra fruto de una bonita historia de amor, una flor en medio de esta tierra sonámbula: un colegio privado propiedad del arzobispado congolés y cuyo capellán es el misionero segoviano Jesús Serrano, Tata Yesu, como le conocen en Luissia, convertido hoy en el precioso jarrón que la sustenta. Aquí, entre sus paredes de piedra, han estudiado las hijas de lo más granado de la sociedad congolesa, entre ellas las hijas de Mobutu. Lo fundó el último encargado de la empresa belga Gecamine, en recuerdo a su mujer, Margarette, que murió prematuramente sin poder cumplir su sueño de ayudar de alguna manera a las mujeres africanas. Pero el glamour se pierde nada más salir por la puerta...

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