domingo, 28 de junio de 2009

Mujer, indígena y pobre

REPORTAJE: EN EL PENAL DE QUERÉTARO

El caso increíble de doña Jacinta, condenada a 21 años por secuestrar a seis policías mexicanos.
PABLO ORDAZ "EL PAIS"28/06/2009

Doña Jacinta tiene 48 años -o tal vez 47, no se acuerda muy bien-, seis hijos, otros tantos nietos, un idioma en el que se expresa a la perfección, el otomí, otro en el que lo intenta, el español, y un puesto ambulante en el que desafía al persistente sol de Querétaro vendiendo nieve y aguas frescas. Mejor dicho, desafiaba. Porque desde hace tres veranos, desde que tenía 45 años -o tal vez 44- la indígena doña Jacinta está en la cárcel, acusada -ella que apenas mide un metro y medio de estatura- de secuestrar a seis corpulentos agentes de la policía federal mexicana. Si su dios no lo remedia, la señora de las nieves y de las aguas frescas pasará las próximas dos décadas en prisión condenada por un delito que nadie, salvo una persona, cree que cometió. La mala suerte de doña Jacinta es que esa persona es el juez.

Todo empezó el 26 de marzo de 2006. Aquel domingo, seis policías de la Agencia Federal de Investigación, sin uniformes ni placas que los acreditasen como tales, llegaron al tianguis -así se le llama aquí a los mercados ambulantes desde mucho antes de que a Hernán Cortés le diera por viajar- de la comunidad indígena de Santiago Mexquititlán y arramblaron con diversa mercancía bajo el pretexto de que se trataba de piratería. Los comerciantes se enfadaron, los rodearon y les pidieron la identificación. Los policías se negaron. La tensión creció. Llegaron más policías. También llegaron más vendedores ambulantes. La situación se iba poniendo cada vez más fea hasta que a uno de los jefes policiales se le ocurrió una solución: pagarían los destrozos causados y aquí paz y después gloria. A los comerciantes les pareció bien. Los policías dijeron entonces: "Nos vamos a buscar el dinero". Y los comerciantes respondieron: "Está bien. Pero que uno de los policías se quede para asegurarnos de que ustedes respetan el trato". Le tocó quedarse en prenda al agente Jorge Cervantes Peñuelas.

En el otro extremo de la plaza, sin percatarse del alboroto, se encontraba doña Jacinta vendiendo su nieve y sus aguas frescas. Había llegado temprano, pero en cuanto sintió la última campanada para la misa de once, dejó a una de sus hijas encargada del puesto y entró en la iglesia. Después del rezo, doña Jacinta ya no se movió de su lugar de trabajo hasta un poco antes del atardecer. "Tenía que ir a la farmacia a ponerme una inyección", recuerda, "y le pedí a otra de mis hijas que me acompañara porque yo no sé pronunciar bien el nombre de las medicinas y me daba pena equivocarme delante de la gente". Fue allí, mientras la inyectaban, donde la señora se enteró de la actuación de la policía y de la respuesta indignada de los comerciantes. "Cuando salí me acerqué a ver qué estaba pasando". La llegada de doña Jacinta al lugar del alboroto coincidió con el regreso de los policías que habían ido a por el dinero. Con ellos llegó un fotógrafo de un periódico de Querétaro.

Han pasado casi tres años. Doña Jacinta cuenta la historia en el patio de la prisión de mujeres de Querétaro. Lo hace de forma cronológica, sin olvidarse de ningún detalle, juntando unas frases con otras al ritmo de su desesperación. Cuenta que aquella noche se fue a su casa con su familia y que nada extraño sucedió hasta tres meses después, hasta aquel maldito 3 de agosto de 2006 que ya no se le borrará de la memoria. "Aquella tarde, cuando llegué a mi casa, ya estaban los policías. Me preguntaron: ¿tú eres Jacinta? Cuando les dije que sí, me detuvieron. Habían venido a por mí con armas y camionetas. No tuve miedo, porque sabía que no había hecho nada malo. Me dijeron que me llevaban a declarar por la tala de un árbol. Pero el conductor iba manejando muy feo, dando volantazos, frenando y acelerando. Uno de los agentes me preguntó: '¿Y tú de qué religión eres? Seguro que has votado al PRD [el partido de la izquierda mexicana]'. Le respondí que soy católica y entonces me respondió: 'Ah, disculpa'. Saqué mi rosario y empecé a rezar lo poquito que me sé de memoria. Cuando llegué al juzgado tuve que firmar muchos papeles escritos en español, papeles que no entendía". Cuando, después de mucho rato, la señora se atrevió a preguntar por qué estaba allí, la respuesta la dejó helada:
-Por secuestrar a seis policías federales.

Doña Jacinta no mide más de un metro y medio. Dice que la comida de la prisión no le gusta y que por eso ha adelgazado, pero que cuando entró pesaba más de 80 kilos. Un perfil difícil de compaginar con la acusación de secuestradora de seis policías de élite, fuertes, entrenados para forcejear con delincuentes. Nada de eso actuó en su defensa. Ni siquiera el hecho de que, en sus primeras declaraciones, ninguno de los policías hablaran de ella ni de nadie que se le parezca. Sólo mucho tiempo después los investigadores repararon en que aquel fotógrafo de Querétaro había tomado una instantánea de los minutos finales del incidente. Y allí, en tercera o cuarta fila, aparecía doña Jacinta, en la actitud pacífica del que mira, del que sólo pasaba por allí. Pero la identificaron, averiguaron dónde vivía y fueron a por ella. El proceso judicial desembocó en una condena de 21 años de prisión por el secuestro de los seis agentes.
Todo este relato, todo lo que se cuenta aquí, fue transcurriendo en el más absoluto silencio -semana tras semana, mes tras mes- hasta que una organización mexicana de Derechos Humanos, el centro Miguel Agustín Pro Juárez, decidió intervenir. Y ahora doña Jacinta, al menos, alberga cierta esperanza. Animada por esa ilusión, en este rincón del patio de la cárcel, huyendo del mismo sol que ella desafiaba con sus nieves y aguas frescas, la mujer indígena va contando su vida, que es la de miles de Jacintas más. Que empezó a vender chicles por las calles del Distrito Federal a los siete años, que no fue a la escuela porque sus padres no tenían dinero para zapatos ni para cuadernos, que a los 10 años la pusieron a cuidar borregos, que a los 14 tuvo su primer novio, que se fue con él a los 15, que tuvo a su primera hija a los 16. Que nunca aprendió español ni supo, hasta que estuvo detenida, qué significaba la palabra abogado o la palabra pruebas. También cuenta que hasta los 45 años -o tal vez 44- fue feliz. Que hasta entonces -eso no lo dice ella, pero hay mil estadísticas que lo demuestran-no había probado el sabor amargo que tienen en México esos tres ingredientes juntos: mujer, indígena y pobre.

viernes, 19 de junio de 2009

VICENTE FERRER, EN PAZ DESCANSES

Ayer jueves, falleció un hombre, pero no un hombre cualquiera, un hombre bueno, luchador incansable, utópico, incansable, misionero, solidario, etc. etc.. Su nombre VICENTE FERRER.

Vicente Ferrer dedicó su vida a ayudar a los desfavorecidos (porque otro MUNDO ES POSIBLE), de Anantapur, distrito de Andhra Pradesh de 19.130 kilómetros cuadrados (algo menor que Ciudad Real) y una de las zonas más pobres de la India. En 1969 creó la Fundación Vicente Ferrer, que cuenta con más de 155.000 activos colaboradores.

Construir un mundo mejor. Es la máxima que siguió Vicente Ferrer en vida. Su labor de misionero se centró en las gentes de la India. Siempre al lado de los más pobres

La labor de Vicente Ferrer en la India despertó la simpatía de los campesinos hacia su figura. Un sentimiento que se justifica por los métodos que ha utilizado siempre: acercarse a la gente, interesarse por sus necesidades, ganar su confianza y tratar de dar solución al sufrimiento de los más pobres.

La Fundación centra sus esfuerzos en el distrito rural de Anantapur, y más concretamente con los 'dálits' o 'intocables', un grupo al que se considera sin casta y a quienes históricamente se ha condenado a realizar los trabajos más serviles y humillantes de la sociedad.

Gracias al trabajo de Rural Development Trust (RDT), la primera organización creada por Vicente Ferrer en la India, los habitantes de Anantapur gozan de infraestructuras, escuelas, hospitales y otros muchos servicios básicos.

Las mujeres han sido beneficiadas de forma especial del trabajo desarrollado por Vicente Ferrer en la India. Women Development Trust (WDT), organización paralela a RDT, ha ido creciendo desde 1982 hasta convertirse en alma gemela de su predecesora en cuanto a áreas de trabajo.

Desde los inicios de la Fundación, Ferrer vivió sobre el terreno los desastres acaecidos en la India.

Su labor constante con los campesinos despertó la ira de la clase dirigente, y en 1968 fue expulsado del país. Ferrer fue testigo de cómo su apoyo a los más desfavorecidos era recíproco, de cómo se había ganado con su trabajo diario el respeto de miles de personas. A sólo dos días de tener que abandonar la India, más de 30.000 campesinos recorrieron 250 kilómetros entre Manmad y Mumbai para exigir Justicia.
El misionero se despidió de la muchedumbre que decidió acompañarle al aeropuerto con una única frase: «Ya vuelvo... esperadme». Promesa que terminaría cumpliendo con la ayuda de Indira Gandhi. A su vuelta, sólo un estado indio estuvo dispuesto a acogerle: Andhra Pradesh.
Se instaló en una tierra inhóspita y paupérrima, Anantapur, donde algunos políticos siguieron obstaculizándole el camino.
Lejos de rendirse, en 1970 fundó Rural Development Trust (RDT), una organización para contribuir al desarrollo de Anantapur. Ese mismo año, el misionero abandonó la Compañía de Jesús y se casó con una periodista inglesa, Anne Perry. Fue en 1996 cuando creó su propia fundación, la Fundación Vicente Ferrer, con la intención de dar una continuidad económica a su importante labor humanitaria en la India. En 1998, sus esfuerzos fueron reconocidos con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia.